A menos que accedas a la frecuencia consciente de la
presencia, todas las relaciones, y en particular las relaciones íntimas,
acabarán fracasando y siendo disfuncionales. Puede que parezcan perfectas
durante un tiempo, mientras estás «enamorado», pero esa perfección se altera
invariablemente a medida que van produciéndose discusiones, conflictos,
insatisfacciones y violencia emocional o incluso física..., momentos de tensión
que suceden con creciente frecuencia.
Parece que la mayoría de las «relaciones amorosas»
pasan a convertirse muy pronto en relaciones de amor-odio. En ellas, el amor
puede dar paso en un abrir y cerrar de ojos a una agresividad salvaje, a
sentimientos de hostilidad o a la total ausencia del afecto. Esto se considera
normal.
Si en tus relaciones experimentas tanto un
sentimiento de «amor» como su opuesto —agresividad, violencia emocional, etc.—,
entonces es muy probable que estés confundiendo el apego adictivo del ego con
el amor. No puedes amar a tu compañero o compañera un momento y atacarle al
siguiente. El verdadero amor no tiene opuesto. Si tu «amor» tiene un opuesto,
entonces no es amor, sino la intensa necesidad del ego de una identidad más
completa y profunda, necesidad que la otra persona cubre temporalmente. Este es
el sustituto de la salvación que propone el ego, y durante un breve episodio
parece una verdadera salvación.
Pero llega un momento en que tu pareja deja de
actuar de la manera que satisface tus demandas, o más bien las de tu ego. Los
sentimientos de miedo, dolor y carencia, que son parte intrínseca del ego pero
habían quedado tapados por la «relación amorosa», vuelven a salir a la
superficie.
Como en cualquier otra adicción, pasas buenos
momentos cuando la droga está disponible, pero, invariablemente, acaba llegando
un momento en el que ya no te hace efecto.
Por eso, cuando los sentimientos dolorosos
reaparecen los sientes con más intensidad que antes y, lo que es peor, ahora
percibes que quien los causa es tu compañero o compañera. Esto significa que
los proyectas fuera de ti y atacas al otro con toda la violencia salvaje de tu
dolor.
Tu ataque puede despertar el dolor de tu pareja, que
posiblemente contraatacará. Llegados a este punto, el ego sigue esperando
inconscientemente que su ataque o sus intentos de manipulación sean castigo
suficiente para inducir un cambio de conducta en la pareja, de modo que pueda
seguir sirviendo de tapadera del dolor.
Todas las adicciones surgen de una negativa
inconsciente a encarar y traspasar el propio dolor. Todas las adicciones
empiezan con dolor y terminan con dolor. Cualquiera que sea la sustancia que
origine la adicción —alcohol, comida, drogas (legales o ilegales) o una
persona—, estás usando algo o a alguien para encubrir tu dolor.
Por eso hay tanto dolor e infelicidad en las
relaciones íntimas en cuanto pasa la primera euforia. Las relaciones mismas no
son la causa del dolor y de la infelicidad, sino que sacan a la superficie el
dolor y la infelicidad que ya están en ti. Todas las adicciones lo hacen. Llega
un momento en que la adicción deja de funcionar y sientes el dolor con más intensidad
que nunca.
Ésta es la razón por la que la mayoría de la gente
siempre está intentando escapar del momento presente y buscar la salvación en
el futuro. Si concentrasen su atención en el ahora, lo primero que encontrarían
sería su propio dolor, y eso es lo que más temen. ¡Si supieran lo fácil que es
acceder ahora al poder de la presencia que disuelve el pasado y su dolor, a la
realidad que disuelve la ilusión! ¡Si supieran lo cerca que están de su propia
realidad, lo cerca que están de Dios!
Eludir las relaciones en un intento de evitar el
dolor tampoco soluciona nada. El dolor sigue allí de todos modos. Es más
probable que te obliguen a despertar tres relaciones fracasadas en otros tantos
años que pasar tres años en una isla desierta o encerrado en tu habitación.
Pero si puedes llevar una intensa presencia a tu soledad, eso podría funcionar
para ti.
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